domingo, 10 de agosto de 2008

Wagner en el diván

La Orquesta West-Eastern Diwan con Daniel Barenboim en el Teatro de la Maestranza de Sevilla el 6 de agosto de 2008 (© Manuel Gómez / Diario de Sevilla)
Esta semana ha comenzado la Orquesta West-Eastern Diwan su gira anual de conciertos. El conjunto, formado por jóvenes israelíes, de países árabes de Oriente Medio y andaluces, nació, como es bien sabido, por el impulso y la voluntad de Daniel Barenboim y Edward Said, que pretendían no sólo desarrollar un plan artístico y formativo, al estilo del que tienen ya infinidad de orquestas de jóvenes en el mundo, sino también contribuir a crear foros de diálogo y convivencia entre comunidades encarnizadamente enfrentadas durante décadas. El proyecto, no cabe duda, es hermoso, por más que israelíes y árabes convivan ya diariamente en decenas de conjuntos y orquestas por todo el orbe, pero el carácter específico de esta idea tenía la virtud de que colocaba el foco directamente sobre el problema político que viene condicionando, posiblemente como ningún otro, la vida internacional de los últimos sesenta años. Una iniciativa loable y plausible, por más que no termine de entender por qué la tenemos que pagar íntegramente los andaluces (Andalucía acoge anualmente la concentración previa a la gira de la orquesta, concentración cuyos gastos cubre religiosamente la Junta de Andalucía, exactamente igual que los de la Fundación Barenboim-Said, que mantiene en solitario), pero en fin.

Conviene en cualquier caso ser conscientes de los límites del proyecto. Daniel Barenboim es no sólo uno de los más grandes músicos vivos, sino una persona bien informada y de inteligencia despierta, por lo que no puede dejar de ser consciente de que políticamente la contribución de la Orquesta del Diwan es muy modesta, que a este nivel y a corto plazo se trata de un proyecto por completo inane. En las ruedas de prensa de este año, el pianista-director argentino ha filtrado ya con claridad su comprensión del asunto: la orquesta hasta ahora no ha causado el menor efecto político. Y sinceramente no creo que esta comprensión le haya supuesto decepción alguna, pues se trata de algo de lo que ya tenía que ser consciente. Queda sin embargo, además de la ayuda prestada a unas decenas de jóvenes músicos, un proyecto artístico prodigioso, pues, año tras año, la Orquesta del Diwan se muestra al nivel de los mejores conjuntos de jóvenes de nuestro tiempo (y los hay ya muy buenos). Lo ha reafirmado este año con un primer acto de La Walkyria que ya quisieran firmar muchas orquestas profesionales, aunque el talento de Barenboim y su profundo conocimiento de la músca de Wagner hicieron desde luego mucho en los extraordinarios resultados que, al menos, pudimos seguir en el Teatro de la Maestranza el miércoles pasado (Papagena comentaba algo parecido de su actuación el día antes en la Plaza Mayor de Madrid).

Barenboim decía el martes en rueda de prensa algo tan rotundo como esto: "Nos dicen que somos la orquesta de la paz, que es algo muy halagador, pero lamentablemente no es verdad", y con ello, a pesar de que muchos, llevados por el voluntarismo, terminen por no aceptarlo, no estaba diciendo nada extraordinario, sólo constataba una realidad confirmada por la historia: ni la práctica ni el disfrute del arte nos hacen éticamente mejores. Se tiende a pensar demasiado alegremente que una formación artística intensa hace a los hombres más sensibles y compasivos, pero eso sencillamente no es cierto. Puede hacerlos más sabios, más sensibles a la expresión de las emociones a través de la pintura, la música o la literatura, pero no necesariamente más solidarios ni más sensibles al sufrimiento de sus semejantes; tampoco lo contrario, obviamente. Y desde luego las artes muy poco pueden hacer por sí solas por la mejora moral de los hombres y mucho menos aún por propiciar cambios en la política mundial.

Monumento a Wagner en Dresde
El caso Wagner. Disto mucho del fanatismo casi religioso que muchos muestran por la música de Wagner, pero, moderadamente, disfruto de su obra, y a veces, como el otro día, mucho (en el acto I de La Walkyria hay mucha de la mejor música jamás escrita por el compositor). Wagner fue un antisemita de manual (posiblemente como otros muchos hombres de su tiempo, sin duda, lo cual es siempre una triste disculpa) y a su muerte su legado pasó a ser administrado por una familia que no coqueteó simplemente con el régimen nazi, como se lee a menudo, sino que colaboró de forma inequívoca con él. La música de Wagner fue usada de forma manipuladora por los nazis, sí, pero entre otras cosas porque la ideología nacionalsocialista hundía sus raíces en el idealismo romántico alemán que la obra de Wagner contribuyó a erigir. Por supuesto, los valores de su música están más allá de la instrumentalización que se haya hecho de ella con posterioridad, pero nos ayuda a comprender la realidad a la que antes me refería. La música de Wagner no hizo mejores a los nazis (tampoco la de Brahms, Beethoven o Schubert), como los libros no hicieron mejor a Goebbels, que se jactaba de leer uno al dia (y sin embargo nuestros políticos siguen empeñados en que es bueno que la gente lea; con cada campaña de fomento de la lectura, yo termino preguntándome siempre lo mismo: ¿que la gente lea qué?). Es más, la música (la de Wagner y la de otros, pero sobre todo la de Wagner) fue usada como instrumento de tortura para incrementar el sufrimiento de los prisioneros en los campos. "Hay que oír esto temblando: los cuerpos desnudos ingresaban en las cámaras de gas inmersos en música", escribió Pascal Quignard en El odio a la música. Y después recurría a dos testigos de excepción: "Simón Laks escribió: 'La música precipitaba el fin'. Primo Levi escribió: 'En el Lager la música arrastraba hacia el fondo'". Barenboim, en rueda de prensa en Madrid: "Entiendo a quienes asocian Wagner a su tragedia, pero tampoco pueden impedir que otros que no sufren estas asociaciones disfruten de la música de uno de los más grandes compositores de la historia". Sin duda, pero eso no cambia la realidad. Otra vez Quignard: "La corte del tribunal de Núremberg debió haber exigido que se golpeara en efigie la figura de Richard Wagner una vez al año, en todas las calles de las ciudades alemanas".

Fritz Lang representa lo contrario a los Wagner. Él decidió resistir y, cuando fue tentado por Goebbels para dirigir los estudios UFA, prefirió exiliarse, primero a París, luego a Hollywood, abandonando incluso a su esposa, Thea von Harbour, cercana al régimen. En 1953, amargado de nuevo por la censura política, en este caso maccarthista, Lang consigue filmar tras más de un año sin trabajo La gardenia azul, película de cine negro que algunos consideran menor en su filmografía, yo no tanto. [Y aviso: si alguien no ha visto la película y no quiere conocer su desenlace, debe dejar de leer ahora mismo.] El film desarrolla la típica trama de falso culpable, aunque aderezada con el hecho de que la falsa culpable (es mujer en este caso) se cree también responsable del crimen. Norah Larkin (Anne Baxter), una modesta telefonista que comparte vivienda con dos amigas, sufre un terrible desengaño amoroso el mismo día de su cumpleaños, al recibir desde Corea una carta de su prometido que le comunica que se ha enamorado de otra mujer y piensa casarse con ella. Esa misma noche, Norah acepta la invitación de un donjuán sin escrúpulos, Harry Prebble (Raymond Burr), un pintor de éxito que en realidad creía contactar con una de sus compañeras de piso. Norah bebe esa noche hasta emborracharse y perder el control. Con engaño, Prebble termina por llevarla a su apartamento y cuando trata de forzarla, ella se defiende con un atizador. Aturdida y por completo borracha cae de inmediato desvanecida y cuando despierta descubre que Prebble está muerto. El caso salta a las primeras páginas de todos los medios. El periodista Casey Mayo (Richard Conte), ansioso por conseguir una exclusiva, logra atraer a la desconocida asesina a una entrevista, aunque su rastro es seguido por la policía y Norah es arrestada y acusada formalmente del asesinato de Prebble. Un hecho casi casual lleva a Mayo, que se ha enamorado de la joven, a dudar de su responsabilidad real en el crimen; descubre entonces una nueva pista, que lleva a la policía hasta la auténtica asesina, Rose Miller (Ruth Storey), encargada de ¡música clásica! en una tienda de discos. Y, al final, cuando después de haber intentado suicidarse, Miller confiesa su crimen postrada en la cama de un hospital, para ilustrar el momento culminante de su relato, ¿a qué compositor usa Fritz Lang (o su productor)? Sí, sí, a Wagner.




FICHA TÉCNICA

Título original: The Blue Gardenia (La Gardenia azul)
Año de producción: 1953
Duración: 88 minutos

Director: Fritz Lang
Guión: Charles Hoffmann
Productor: Alex Gottlieb
Fotografía: Nicholas Musuraca
Música: Raoul Kraushaar

Reparto:
Anne Baxter (Norah Larkin)
Richard Conte (Casey Mayo)
Ann Sothern (Crystal Carpenter)
Raymond Burr (Harry Prebble)
Jeff Donnell (Sally Ellis)
Richard Erdmann (Al)
George Reeves (Capitán de policía Sam Haynes)
Ruth Storey (Rose Miller)
Ray Walker (Homer)
Nat King Cole (él mismo)

[En Wikipedia. En IMDB. En Senses of Cinema. En Filmaffinity. En Cinema de Perra Gorda.]

4 comentarios:

Vissi d'arte dijo...

¿Sabes Pablo? el principal motivo de que yo me haya mantenido alejada de la música de Wagner hasta hace muy poquito es precisamente este. Hoy pienso que lo que sus descendientes y el régimen nazi hicieron con su música es aberrante, por más que él fuera antisemita y bastante insoportable en general. Me ayudó a ver las cosas de otra manera un artículo de Edward Said; te pongo el enlace como complemento a tu acertado psicoanálisis:

http://www.cesarsalgado.net/misc/010909.htm

(No es muy allá la traducción, pero no lo he encontrado por otro sitio)

No obstante, creo que lo que expones es necesario recordarlo, porque ciertamente Wagner no tuvo ninguna culpa de cómo se utilizó su obra después, pero es bueno tener claro quiénes y cómo la instrumentalizaron, y hasta qué grado llegó el horror con que estuvo mezclada, entre otras cosas para que los wagnerianos militantes entiendan y toleren un poco más a quienes -como yo hasta hace poco- sienten un rechazo invencible hacia su música.

Respecto a Fritz Lang, director al que venero (y mi admiración viene también porque conozco lo que cuentas de su biografía), no he visto La gardenia azul, así que me he dejado tu post a medias. Ya seguiré comentando cuando la vea, jeje.

Un beso

Pablo J. Vayón dijo...

Verás, soy un historicista convencido. Esto significa que no me gusta hacer alegres juicios de valor sobre hechos del pasado con la perspectiva actual. A partir de lo que sabemos hoy, es muy fácil repartir medallas y cargar sambenitos sobre la actitud de hombres que vivieron en otro tiempo, con un conocimiento siempre parcial y fragmentado de su propia realidad, exactamente igual que el nuestro en relación con nuestro tiempo. La actitud de los artistas en el régimen nazi merece, por otro lado, multitud de pronunciamientos. No es lo mismo la del superministro Albert Speer que la de un trompetista de una orquesta de provincias, que se sacaba el carnet del partido para no perder su trabajo. Entre una y otra existen multitud de grados, cada una de los cuales nos tendría que merecer un juicio diferente. Además, es evidente que uno no es responsable del uso que de su trabajo hagan otros. El caso Wagner lo he usado sólo como ejemplo para expresar mi escepticismo absoluto sobre el poder redentor y moral del arte, algo que los amantes de la música (o de la literatura o del cine) tendemos con frecuencia a considerar sin análisis, y en consecuencia mi escepticismo absoluto acerca del poder de influencia de un proyecto como el del Diwan. Por otro lado, es evidente que la relación entre ética y estética se desdibuja con el tiempo. Hoy admiramos la audacia y la majestuosidad de las pirámides egipcias, sin que la esclavitud y la muerte de miles de seres humanos que supuso su construcción nos causen mayor trastorno, pero si alguien se atreviera a justificar que hiciéramos algo así hoy lo condenaríamos sin duda como un sádico malnacido y peligroso. Un beso, y si puedo hacer algo para quitarte ese baldón langiano de no haber visto a un Nat King Cole jovencísimo cantando The blue gardenia, aquí me tienes.

Vissi d'arte dijo...

Estoy totalmente de acuerdo contigo, aunque no siempre me resulta tan facil mantener la distancia que aconsejan los años o siglos transcurridos y el desconocimiento de las circunstancias de cada persona. Pero lo intento. Respecto al poder redentor del arte... es facil dejarse llevar por esa idea cuando contemplamos una pintura o escuchamos una obra musical. Hay veces que es tanta la belleza que salimos del concierto sintiéndonos mejores personas. Y del mismo modo hay mucha gente que no puede admitir que alguien que creó una música tan hermosa como, por ejemplo, la de La Walkiria, pudiera ser un ególatra impresentable y antisemita. Yo misma me sorprendí indignada cuando una vez en la Facultad un profesor dijo en clase que tu paisano Velázquez era un... una mala persona, por decirlo con lenguaje correcto. Que por cierto, cuando fui enfadadísima a contárselo a otro profesor mío muy admirado fue cuando éste me dijo lo que tú sostienes: nunca, nunca juzgar a un hombre de otro tiempo con los criterios del nuestro.

Sobre la West-Eastern Divan, no consigo ser escéptica, ni siquiera aunque el propio Barenboim esté desilusionado. Creo que si en el mundo hubiera más personas como él y Edward Said las cosas serían muy diferentes.

Perdona que me enrolle, pero el tema es muy interesante :-)

Pablo J. Vayón dijo...

No quiero hacer yo aquí barata psicología de bolsillo. Los efectos del arte en los individuos conforman un tema tan complejo que no se puede simplificar ni generalizar a bote pronto, pero lo que sí tiene más que confirmado la historia es que uno puede ser un melómano exquisito o un extraordinario paladeador de la poesía más refinada y elevada que se haya escrito jamás y a la vez un redomado hijo de puta, capaz de todo tipo de crueldades e iniquidades. Es así y conviene tenerlo en cuenta. En principio, lo que llamamos arte no es otra cosa que una forma de participación en la vida comunitaria, y cada cual se integra en ella según su propio modo de ser. El que "se siente mejor persona" después de escuchar pongamos por caso una cantata de Bach es porque tenía ese "ser mejor persona" dentro de sí; no creo para nada que esa posibilidad de mejora moral esté en la música de Bach. Por otro lado, la música ha sido siempre empleada en la guerra (y a veces también en la paz) para provocar espanto en el oponente. El sonido es invasivo por naturaleza; puedes no mirar en determinada dirección, pero no puedes dejar de escuchar. Yo soy un apasionado de la música y encuentro muchas razones para recomendar determinadas músicas a la gente, pero entre ellas no está desde luego la esperanza en la regeneración ni en la mejora moral de nadie, signifique eso lo que signifique. No es que yo sea un nihilista ni mucho menos, pero bastante escéptico, sí que soy. A lo mejor, va siendo cosa de la edad. :-)