Cualquier ministro de cada fe es como un músico de jazz, que mantiene las tradiciones vivas cuando toca las adoradas canciones, no sólo del modo en que se supone que deben ser tocadas, sino también calibrando y decidiendo incesantemente, disminuyendo el ritmo o acelerándolo, eliminando o añadiendo otra frase a la oración, mezclando familiaridad y novedad en las proporciones exactas para cautivar las mentes y los corazones de los oyentes en la audiencia. Las mejores interpretaciones no sólo son similares a la buena música; son una clase de música. Escuchen, por ejemplo, los sermones grabados del reverendo C. L. Franklin (padre de Aretha Franklin y famoso entre los predicadores del evangelio antes de que ella grabase un éxito musical), o al predicador bautista blanco, el hermano John Sherfey.
Estos compositores-intérpretes no sólo son vocalistas; su instrumento es la congregación, y ellos lo tocan con la apasionada y conocedora habilidad de un violinista al que se le ha confiado un Stradivarius. Hoy, además de los efectos inmediatos –una sonrisa, un "amén" o un "¡aleluya!"– y de los efectos a corto plazo –el de volver a la iglesia el domingo siguiente, poner otro dólar en el plato de las donaciones– hay también efectos a largo plazo. Cuando escoge el pasaje de la Escritura que será replicado esa semana, el ministro moldea no sólo el orden del culto sino también la mente de los fieles. A menos que uno sea un notable y raro académico, en la memoria personal llevamos con nosotros tan sólo una fracción de los textos sagrados de nuestra fe, aquellos que hemos oído una y otra vez desde la niñez, algunas veces entonándolos al unísono con la congregación, sin que importe si nos hemos empeñado deliberadamente o no en mantenerlos en nuestra memoria. Así como las mentes latinas de la antigua Roma dieron paso a las mentes francesas, italianas y españolas, las mentes cristianas de hoy son bastante distintas de las mentes de los primeros cristianos. Las religiones más importantes de la actualidad son tan diferentes de sus versiones ancestrales como lo es la música actual respecto de la música de la Grecia y la Roma antiguas. Los cambios que se han establecido están lejos de ser aleatorios. Ellos han seguido la insaciable curiosidad y las cambiantes necesidades de nuestra especie ilustrada.
[Daniel C. Dennett, Breaking the spell. Religion as a natural phenomenon (Romper el hechizo. La religión como fenómeno natural), 2006
Traducción al castellano de Felipe De Brigard (Katz Editores, Buenos Aires, 2007)]
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