LEV TOLSTÓI (1828-1910)
Prólogo de José María Guelbenzu
Ensayo de Víctor Gallego
CD
1. Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893): Andantino in modo di canzone de la Sinfonía nº 4 en fa menor, Op. 36
Orquesta Sinfónica de Bamberg. Director: José Serebrier [BIS. 2001]
2. Anónimo (tradicional. de Ucrania): Tarareando en el robledal
Vasyl Nechepa, solista [Naïve. Archivo de la Radiodifusión de Rivne]
3. Modest Petrovich Mussorgski (1839-1881): Byldo – Paseo de Cuadros de una exposición (orquestación de Maurice Ravel)
Orquesta Filarmónica Checa. Director: Karel Ancerl [Supraphon. 1968]
4. Frédéric Chopin (1810-1849): Mazurca en si bemol mayor, Op.7 nº1
Patrick Cohen, piano. [Glossa. 1997]
5. Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791): Là ci darem la mano de Don Giovanni KV 527
Nicolai Ghiaurov, bajo; Oliviera Miljakovic, soprano. Orquesta Sinfónica de la RAI
Director: Carlo Maria Giulini [Dynamic. 1970]
6. Lev Tolstói (1828-1908): Vals en fa mayor
Lera Auerbach, piano. [BIS. 2004]
7. Richard Wagner (1813-1883): Dir Unweisen ruf’ ich ins Ohr de Sigfrido
Juha Uusitalo, bajo-barítono. Orquesta Filarmónica de Helsinki. Director: Leif Segerstam. [Ondine. 2007]
8. François Couperin (1668-1733): Le Point du Jour. Allemande
Mitzi Meyerson, clave. [Glossa. 2004]
9. Nicolai Rimski-Kórsakov (1844-1908): Largo e maestoso de Sheherezade
Orquesta Filarmónica Checa. Director: Vladimir Válek. [Supraphon. 1997]
10. Anónimo (tradicional de Ucrania): Sopla el viento
Valentyn Pyvovarov, solista. Coro Bandura Estatal de Ucrania.[Naïve. Archivo de la Radiodifusión de Rivne]
11. Ludwig van Beethoven (1770-1828): Andante sostenuto. Presto de la Sonata para violín y piano nº9 Op.47, A Kreutzer
Kalina Macuta, violín; Daniel Blanch, piano. [Columna Música. 2008]
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EDICIONES SINGULARES ES 1006 (Diverdi) [90 páginas; 64'50'']
Edición: Septiembre de 2009
Después de su estadía en la aldea y en el estado de ánimo grave en el que se encontraba Natasha, el espectáculo le pareció salvaje e insólito. No pudo seguir la marcha de la ópera, ni siquiera escuchar la música. Tan sólo veía unos cartones pintados y hombres y mujeres vestidos de un modo extraño, los cuales removían, hablaban y cantaban bajo esa viva luz. Natasha sabía lo que debía representar aquello, pero era tan falso, tan poco natural, que tan pronto se avergonzaba por los actores como le parecían ridículos. Se volvía a su alrededor, mirando a los espectadores y buscando en ellos el mismo sentimiento de burla y extrañeza que la embargaba, pero todos los rostros estaban atentos a lo que sucedía en el escenario y, según le parecía, expresaban un entusiasmo fingido.
[Lev Tolstói, Guerra y Paz (Octava parte, capítulo IX)]
El prejuicio sobre la ópera que refleja este pasaje de Guerra y Paz es sólo un aspecto, puede que significativo pero parcial, de la complejísima y contradictoria relación que Tolstói mantuvo toda su vida con la música, que en su ideario pasó de ser fuente de alegría y placer a causa de todos los males sociales (por ejemplo, en su Sonata a Kreutzer llega a escribir: "Nadie ignora que la mayor parte de los adulterios que se cometen en nuestro círculo se deben a los pasatiempos y, sobre todo, a la música"), una influencia maléfica que se producía por efecto de su poder subyugante capaz de provocar transformaciones bruscas del ánimo, sentimientos que, fuera del tiempo y el lugar en el que fueron concebidos por el compositor, "no pueden manifestarse", luego resultan perjudiciales. En esa obra, escrita a finales de los años 80, aparece ya el Tolstói convertido en gurú y profeta intolerante y algo ridículo de sus últimas décadas de vida, el sacrosanto patriarca de luengas barbas que disfrutaba contraponiendo el podrido orden burgués que sostenía la producción musical clásica con la prístina belleza natural y sencilla que atrapaban las melodías populares, especialmente las ucranianas. Casi de modo paralelo a la novela, Tolstói da forma también a su ensayo Qué es el arte, donde arremete de forma despiadada contra los oscuros excesos de los románticos y muy especialmente contra Wagner (la descripción de su paso por un teatro de ópera con motivo de una función de Sigfrido resulta ácida hasta lo desternillante). En cualquier caso, ese rechazo del artificio, ese gusto por la simplicidad artística no era producto sólo de su trascendente y atrabiliaria conversión al ascetismo, sino que había sido una constante de su trayectoria vital y artística. Por eso se sabe, que pianista y hasta compositor aficionado él mismo, disfrutaba mucho de la música de Mozart o de Chopin y cuando descubrió a los clavecinistas barrocos quedó absolutamente entusiasmado por la sencillez y concisión de sus obras breves, que contraponía a las interminables peroratas de los músicos supuestamente vanguardistas de su tiempo. Diferente, contradictoria casi hasta lo esquizofrénico, fue su relación con la obra de Beethoven, que amó y rechazó a partes iguales. Siempre fue consciente del genial temperamento artístico del compositor y de su grandeza como arquitecto de la forma, pero siempre le reprochó (a él, a Beethoven) que sus imitadores sólo hubieran acertado a captar lo que en su música invitaba a la grandilocuencia y el efectismo. Víctor Gallego plantea todos estos temas en su muy interesante ensayo, con un apartado central dedicado a anécdotas y curiosidades en torno a la relación entre el escritor ruso y la música, y una parte final en la que rastrea la presencia del arte de los sonidos en sus obras.
Tolstói: Vals en fa mayor. [1'38''] Lera Auerbach
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