domingo, 26 de abril de 2009

Roselia cazada

CELESTINA. ¿Qué girifaltes, qué sacres, qué neblíes, qué esmerejones, qué primas, qué tagarotes, qué baharíes, qué alfaneques, qué azores, qué alcotanes, qué gavilanes, qué águilas tan subidas en alto vuelo bastarán a abatir en tierra con sus uñas la pájara escondida en las nubes, como yo, sabia Celestina, con mis palabras cautelosas abatí a mi petición al muy encerrado propósito de Roselia? ¡Mi fe, cacela! Y si sus pensamientos fasta aquí volaban por el cielo con contemplaciones de Dios, agora rastrearán por el suelo con imaginaciones de la carne. ¡Hi de puta, qué bien lo he hecho! ¡Para Santa María, que me quiero bien en ver que no pierdo punto a mi tía! Mas, por mi vida, ¡qué alindados y seguros nortes llevé! Que, repicando ella de broquel con sus acedas palabras y súbitas alteraciones, volvía yo al tema que tomé en principio de mi sermón. ¡Ay bobita, cómo te engañé! Así engañan a los bobos con especie de santidad y servicio de Dios; con este color le dije lo que quise, y bien me estuvo. ¿Quién duda que no sueñe a Lisandro esta noche? En mi alma no estoy en mí de placer. ¡Ay , ay! ¡Ah papagayos, ah ruiseñores, ah calandrias, ah canarios, ah sergueritos, ah pardillos, ah verderones, ah gafarrones, ah torzuelos, ah luganos, ah carrancas, ah jamarices, ah todas las aves del canto suave!, ¿oísme? ¿Por qué todas en uno no os juntáis a cantar la mi alegría que llevo en este mi corazón, y cantar con vuestras lenguas harpadas, a quien lo quisiese saber, mi maravillosa astucia, mi astuta cautela, mi cautelosa vivez, mi vivo saber, mi sabia sagacidad, mis artes no sentidas, mis fraudes y dolos encubiertos, mis mañas y sotiles engaños? ¡Sacabuches, chirimías, atambores, trompetas, rabeles, flautas, dulcemeles, guitarras, vihuelas, arpas, laúdes, clarines, duzainas, añafiles, órganos, monacordios, clavecímbanos, clavicordios y salterios y todos los instrumentos de música con vuestra suave, apacible y sonora armonía y canora melodía, resoná por el aire mi verdadera mentira, mi virtuoso vicio, mi maliciosa bondad, mi endemoniada santidad, mi inquieto reposo, mi turbada mesura que tuve para aquella señora! Que no tenía dónde asir para azorarse contra mí, según le entré por sabroso y encubierto estilo: ¡Ay que me fino!, / ¡ay, que me fino de regocijo!
[Sancho de Muñón, Tragicomedia de Lisandro y Roselia (Acto II, cena tercera), edición de Rosa Navarro Durán, Cátedra (Letras Hispánicas; 633), Madrid, 2009]

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